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Y no puedo desprenderme de su mirada, de sus ojos transparentes, de las historias que nos contaba del Congo cuando éramos niños, de la admiración a Simba que le protegió en la selva, del sabor del paté recién hecho y el scrumble con nata, de cómo describía las cosquillas que le hacían las termitas en la lengua cuando las comían crudas, de la bondad personificada, de la Vega, de las excursiones al Mesto, de las tardes en la piscina cuando nos recogían exhaustos tras los más de tres mil metros de entrenamiento, de las cenas de verano, de la exquisita educación…

Y no puede vencer esa rabia impotente contra la realidad, contra la adversidad, contra la enfermedad incongruente en nombre de cáncer, que se cobra despidadamente a los más cercanos…